La crisis económica es una realidad
que ha explicitado, no sólo la pobreza
económica de muchos, incluso de ciertas clases medias que jamás sospecharon que
les afectaría, sino también la pobreza moral e intelectual que anida en
nosotros. Pero también ha puesto de manifiesto la solidaridad de las familias,
de la Iglesia, de algunas ONG etc.
Cuando falla el Estado de Bienestar, el Mercado y otros mitos, queda aún
la respuesta generosa de lo mejor de la condición humana.
Vivimos una época pródiga en
recursos: las zonas comerciales, la oferta de miles de productos a precios
ridículos, cuyo coste humano preferimos desconocer, los excesos alimenticios,
las modas efímeras, la obsolescencia programada de los instrumentos… todo lleva
a un vértigo incesante del consumismo. Las campañas publicitarias, la
frivolidad del pensamiento, la debilidad de la voluntad y el individualismo
feroz se ha instalado en muchos de nuestros comportamientos y hábitos de
consumo a la vez que son muchos los que pasan necesidad.
Alguien
señaló con acierto que “gastamos el
dinero que no tenemos en cosas que no necesitamos, para impresionar a gente
que, en el fondo, no queremos.”
Urge por tanto una reflexión sobre
las causas morales y económicas del consumismo desenfrenado que explica algunos
de los males que aquejan nuestra sociedad. Está claro que por respeto a
nosotros mismos, a los demás y a un mundo limitado en recursos, no todo lo que
legalmente consumimos es ético.
Mediante
esta actividad queremos, en primer
lugar, informar sobre la economía actual basada en el consumismo, lo razonable
y los excesos, lo justo y lo injusto, y
más allá de ello, lo que es moral en un
mundo solidario donde los recursos son escasos y su reparto con frecuencia
injusto.
Queremos, en segundo lugar analizar, qué grado de responsabilidad tenemos en estos
desequilibrios: pensamos en lo global, pero queremos actuar en lo local y
personal. Fiel a una de nuestros compromisos estamos convencidos de que otro
mundo mejor es posible si cada uno de nosotros se esfuerza por conseguirlo.
Como en el viejo adagio: “Si cada chino barre su puerta, la calle
estará limpia”.